Matar es Matar










La pena capital es la negación más extrema de los derechos humanos: consiste en el homicidio premeditado a sangre fría de un ser humano a manos del Estado y en nombre de la justicia. Viola el derecho a la vida, proclamado en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Es el castigo más cruel, inhumano y degradante.

Nunca puede haber justificación para la tortura ni para el trato cruel. Al igual que la tortura, una ejecución constituye una forma extrema de agresión física y mental a una persona. El dolor físico causado por la acción de matar a un ser humano no puede cuantificarse, ni tampoco el sufrimiento mental de saber de antemano que se va a morir a manos del Estado.

La pena de muerte es discriminatoria y a menudo se utiliza de forma desproporcionada contra las personas económicamente desfavorecidas, las minorías y los miembros de comunidades raciales, étnicas o religiosas. Se impone y se lleva a cabo arbitrariamente.

El intento de los Estados de escoger los delitos más abyectos y a los peores delincuentes de entre los miles de asesinatos perpetrados cada año es fuente irremediable de errores e incoherencias, fallos inevitables agravados por la discriminación, la conducta indebida del ministerio fiscal o una representación letrada inadecuada. Mientras la justicia humana siga sin ser infalible, nunca podrá eliminarse el riesgo de ejecutar a una persona inocente.

Para poner fin a la pena capital es necesario reconocer que se trata de una política pública destructiva y divisiva y que no se ajusta a valores ampliamente reconocidos. No sólo conlleva el riego del error irrevocable, sino que también es costosa para el erario público, así como desde el punto de vista social y psicológico. No se ha podido demostrar que tenga un especial efecto disuasorio. Niega la posibilidad de rehabilitación y reconciliación. Fomenta respuestas simplistas a problemas humanos complejos, en vez de perseguir explicaciones que puedan dar forma a estrategias positivas. Prolonga el dolor de la familia de la víctima del delito y hace extensivo el sufrimiento a los seres queridos de la persona condenada. Desvía recursos y energía que podrían emplearse mejor en combatir la delincuencia violenta y en prestar asistencia a quienes sufren sus efectos. Es el síntoma de una cultura de la violencia, y no una solución a ella. Es una afrenta para la dignidad humana. Por todo ello, debe ser abolida.

La pena de muerte ha sido y continúa siendo utilizada como instrumento de represión política, como forma de silenciar para siempre a los oponentes políticos o de eliminar a las personas políticamente molestas. En la mayoría de estos casos, las víctimas son condenadas a muerte tras juicios sin garantías.

Es el carácter irrevocable de la pena capital lo que la hace tan atractiva como instrumento represivo. Miles de personas han sido ejecutadas bajo un gobierno para después ser reconocidas como víctimas inocentes cuando otro ha subido al poder. Mientras la pena de muerte se acepte como forma legítima de castigo, existirá la posibilidad de que se haga un mal uso político de ella. Sólo la abolición puede garantizar que eso no ocurra nunca.

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