Reseña biografica del Alte Guillermo Brown


Guillermo Brown: el santo de las aguas
“El puente estaba inundado de muertos y de heridos, con penoles partidos, con pedazos de aparejos y de cordaje (…) Regueros de fuego corrían de proa a popa, iluminando el mar de un modo sobrecogedor, y por los costados de babor y de estribor salían chorros de sangre. El barco se deshacía por momentos bajo los golpes furiosos, mortales, del Rey del Mar.
—¡Basta! —gritó de pronto Yáñez, que asistía a tanto estrago desde la torre de órdenes —. ¡Alto el fuego! ¡Al mar las chalupas!
Sandokan, que contemplaba la escena fría, impasible y terriblemente, se volvió hacía el portugués y le dijo:
—¿Qué es lo que ordenas, hermano?
—¡Que cese la matanza!
El Tigre de Malasia vaciló durante unos instantes y después repuso:
—¡Tienes razón: salvemos a los supervivientes! ¡Esos hombres y sobre todo su comandante, son unos héroes! ¡Rápido! ¡Al agua las chalupas!”
Este pasaje de la obra tradicional de Emilio Salgari, sin lugar a dudas, bien podría ser un relato de las andanzas del Almirante Guillermo Brown. Este temible corsario, paladín de las causas por la independencia americana, es hoy sinónimo de La Boca en donde su casa se alza en la avenida que lleva su nombre.
Según refiere Marcos Aguinis en la novela que retrata su vida, El Combate Perpetuo, para llegar a la casona amarilla de Brown había que atravesar galpones donde se almacenaban cueros y panes de cera, también había que ir más allá de los malolientes saladeros y uno veía sobresalir el castillejo de tres plantas, solitario, con ventanas corredizas, a la inglesa. La imagen de almena lo hacía parecer un torreón y las largas escalinatas lo mantenían protegido de las inundaciones. Desde él se podía observar el río y los barcos, como si se estuviera ahí mismo, en medio del mar.
En sus épocas de bonanza y sosiego trabajaba la tierra de su chacra, ayudando a su mujer, Elizabeth, con los jardines de flores y cultivando vegetales. Tenía la certeza de que bastaban seis pies de tierra para descansar de las fatigas y los dolores y sobraban los honores y las riquezas. Vestido de labrador era feliz cansándose de sembrar y cosechar papas, zanahorias, batatas y otras legumbres. Y si eso no era suficiente se paraba al costado de la reja, apoyado sobre uno de los dos cañones que flanquean la entrada junto a los pilares, mirando los barcos allá en el horizonte y los circunstanciales carros o caballos que pasaban por el frente de la casa. Si aún la sangre le bullía o lo atormentaban los fantasmas del pasado y la locura, tomaba un caballo y cabalgaba hasta la Recoleta costeando el río y si nada de esto alcanzaba, se hacía a la mar, siempre coincidiendo con las necesidades que de él tenía la naciente república.
Guillermo Brown había nacido en Foxford, un pueblito de Irlanda en 1777 y era un hombre templado por la dureza de una vida sinuosa y áspera y por el agua de los mares que surcó. A los 9 años el destino le había jugado una mala pasada: sumidos en la miseria, viajó con su padre a los Estados Unidos buscando algo de prosperidad. Pero su padre encontró muerto a quien iba a ayudarlos y sin conseguir trabajo ni dinero para sobrevivir, muere dejándolo huérfano y desamparado en un país extranjero. Guillermo Brown sabe el dolor de estómago que produce el hambre, pasea por los muelles buscando caridad y un capitán de barco estadounidense le propone ser grumete. Así aprenderá la labor de marino, de guerrero, de comerciante, de viajero. Fue apresado por los ingleses y luego por los franceses. Fugó, volvieron a encarcelarlo y volvió a fugar. A duras penas cruza la frontera alemana y allí una princesa inglesa casada con un alemán acepta ayudarlo y le brinda auxilio para volver a Inglaterra. Ahí conoce a quien sería su mujer, Elizabeth Chitty. Desde que lo apresaran los ingleses en 1796 a los 19 años y su casamiento en 1809 a los 32 años, habían pasado trece duros años en los que trabajó para la marina mercante inglesa. Guillermo estaba exaltado por la idea de comenzar su vida en familia en una tierra lejana, llena de hombres fuertes que habían doblegado pocos años atrás dos veces a los ingleses.
¿Observas Eliza? –le dice cariñoso a su mujer trazando con el dedo recorridos en un mapa- allí corre el río más ancho del mundo, lo llaman Mar Dulce. En una ribera hay una ciudad sobre un cerro y en la otra, está la capital del Virreinato.
Contra los deseos de la familia y luego de un convulsionado viaje, desembarcan Guillermo y Elizabeth en Montevideo. Ella lleva en su vientre a una hija que sería la novia desdichada del héroe más joven de la escuadra nacional. Corren los últimos días del 1809 y en abril de 1810 Brown pone por primera vez pié en la capital del Virreinato y se deja llevar por el fervor de los días previos a la revolución. Se alegra interiormente de la decisión de tomar ésta por tierra. Descubre que el nombre de la ciudad no es garantía de buen clima: llueve demasiado y todo se hunde en un fango pegajoso que se convierte en riachos de barro que se chupa hasta las bestias. Brown hace equilibrio en las esquinas y se cambia varias veces al día de ropa. En mayo de 1810 comienza a clarear y se secan un poco los charcos de la plaza mayor. El marino olfatea el clima de vísperas que sobrevuela la ciudad y le fascina la temeridad de los criollos embriagados de revolución. Se sonríe ante los pálidos colores elegidos –blanco y celeste- pero se contagia y en su mal español se desgañita gritando: ¡libertad, libertad!
Los primeros años son duros, debe incluso volver a Inglaterra por más financiamiento para salir adelante, pero está convencido de que su nueva patria es ésta. Elizabeth lo acompañara siempre, ya tiene a Elisa y a Guillermo y tendrá dos hijos más: Martina y Eduardo. Trabaja en actividades marítimas mercantiles siempre tentado de colaborar con las acciones bélicas. Es Gervasio de Posadas, el primer director supremo quien lo nombra Primer jefe de la Escuadra en 1814. Solo llevaba cuatro años en el Virreinato, contaba con 37 años y de esos, había pasado más de 25 en alta mar.
Gracias a su labor al frente de la Escuadra, sin dar tregua ni a españoles ni a portugueses, la independencia del Río de la Plata está garantizada. Con espíritu sanmartiniano (al que nunca conocerá), Brown sabe que Chile y Perú necesitan ayuda con sus propias independencias y se hace a la mar –oponiéndose a las órdenes que no lo autorizaban a ir en tremenda empresa-. Va hasta el estrecho de Magallanes y apenas sobrevive a la tormenta que no le permitía cruzar al Pacífico. Pero una vez ahí, remontan Chile y batalla en las costas del Perú y Ecuador. Consigue sitiar la fortaleza del Callao en Lima por más de veinte días y casi conquista Guayaquil. En un combate de titanes consiguen que se rinda.
Huyen. Se aprovisionan en la Isla Galápagos: deben volver a dar la vuelta y enfrentar el cruce de los océanos en el estrecho de Magallanes. Hay muy poco, algunos granos, botellas de ron y unas setenta tortugas gigantes para abastecer a los sobrevivientes. Llegan al Atlántico al borde del escorbuto y se enteran que no pueden desembarcar ya que lo están esperando para condenar que no haya respetado la prohibición de salir en esta empresa. Sigue camino al Caribe donde con gente que habla su idioma, espera cortesías y poder reponerse, pero los ingleses ahí lo estafan y lo abandonan desfalleciente en las playas de unas islas.
Enferma, delira pestes: tifus, politraumatismo con fractura del fémur, hundimiento de costillas y heridas en la cadera, las escaras de estar quieto se infectan y esto deriva en una encefalitis. Apenas sobrevive…
En Buenos Aires su mujer no la pasa mejor, le han cancelado el sueldo del marido y prohibido volver a Inglaterra por ayuda. Sumida en la pobreza debe escapar con sus hijos y sin saber de su esposo, a que su familia inglesa le de cobijo. Llevan una veintena de meses separados. Brown se arrastra con muletas y demora meses en conseguir que un barco lo lleve a Inglaterra. Al menos, al llegar se encuentra con Elizabeth, el destino los había juntado nuevamente. Pero Guillermo quiere volver a Buenos Aires. Sacrificio, sí, inútil, no –le responde a Elizabeth. La causa es colaborar a mantener –no solo a lograr- la independencia americana.
Bernardino Rivadavia interviene en su vuelta. Pero nadie lo espera como otrora de las batallas, y en cuanto llega, es apresado. Demora un juicio y enferma en prisión. Parece que el rencor por su desobediencia es mucho más importante que sus servicios por la gesta emancipadora. Tiene dolores de hígado y estómago, la piel se le pone amarilla, solo lo autorizan a caminar por el patio de la prisión. Un año duró el proceso por el cual se decide no declararlo inocente pero sobreseerlo. Es absuelto y se dispone su retiro del servicio, con solo goce de fuero y uniforme. Enferma de fiebre tifoidea y con accesos de locura, se arroja del balcón de un tercer piso rompiéndose las piernas.
Guillermo Brown se recupera en su Casa Amarilla, cultivando vegetales y ayudando a su mujer con las flores y plantas. Años de sosiego. Pero en 1825 las Provincias Unidas enfrentan al Brasil en peores condiciones que en 1814 con Brown, vencieran a España. Claman por su ayuda. Brown tiene ya 48 años, es un hombre mayor para la época y ha soportado tantas cosas… pero el león dormido despierta y acepta ponerse al frente de los combates. Se suceden varias batallas y finalmente consiguen que los enemigos se rindan. Brown llega victorioso, lo reciben en la Alameda con música, antorchas, abrazos, vítores. Le colocan en el pelo encanecido una corona de laureles, Brown con un temblor en los labios y la piel erizada de la emoción se quita la corona. Lo conducen hasta el Fuerte: Rivadavia, su amigo y presidente de la república y él, el mayor héroe naval de la república, se funden en un abrazo. Lo conducen al Teatro Argentino que se llena y en medio del espectáculo musical, al solo gesto del presidente, el teatro entero ovaciona a Brown. Agradece con un gesto de la cabeza repetidamente, turbado como un niño. Pero la Guerra con Brasil continúa y Brown se eterniza batallando incansablemente. La guerra lo fatiga y paga las enormes victorias con magnos dolores. Muere en sus brazos en medio de los combates, Francisco Drummond un joven escocés, capitán de Brown y prometido de su hija de 17 años, Elisa. Ella a las pocas semanas se deja morir ahogándose en el río, ahí nomás de la Vuelta de Rocha, en el canal de las Balizas, a la vista de su hermanito menor.
Brown es un hombre agridulce al que quieren hasta sus enemigos. Madruga siempre, es frugal en las comidas, no bebe más que té y un vaso de vino después de la cena. No puede tomar café ya que le recuerda a su convalecencia en las Antillas. Es ordenado, pulcro, ventila su ropa de cama cada día, en el patio de la casa o en la cubierta del barco. Sus trajes están impecables antes de los combates. Se ocupa de los deudos de las víctimas, aporta a las causas destinadas a socorrer heridos, ayuda a las monjas Catalinas con parte de su sueldo. Sus soldados lo adoran y aunque a veces su extravagancia es perturbadora, lo admiran y respetan. Su fuerte osamenta sostiene a un hombre complejo y atormentado, nutrido de viejos rencores y descarnada nobleza.
Pero los triunfos bélicos no apaciguan al país, por el contrario se encarnizan los odios de unitarios y federales y Brown prefiere aislarse en su caserón de los bajos del río. Presenta renuncias que no le aceptan. El fusilamiento de Dorrego le confirma que una parte de la historia embanderada -pero en fanatismos- se abría y el almirante se desmoronó con la noticia. Esta vez deben aceptarle la renuncia indeclinable.
Se dedica a la finca, observa una bandada de tordos que entreverados en el ramaje cortan el silencio con estridencias; luego contempla los surcos que ha dejado el arado y mientras una brisa con aroma a pampa abierta y río le golpea la cara ve a su mujer venir por la galería acomodando flores y macetas. En la casa se distiende en un sillón de caoba, bebe té con los amigos que lo visitan.
La muerte de Tomás Espora, marino al que inició él mismo a los 15 años lo golpea severamente. Más que nunca lo persiguen los fantasmas: le ruega a Elizabeth que controle el pan, que huela el té, que revise la ropa lavada porque intentan contaminarlo con fiebre amarilla. Elizabeth llora en secreto, su marido tiene accesos de locura. El médico de la familia la tranquiliza, le dice que son episódicos, que no ha perdido la razón. Brown suda en la cama, se levanta al amanecer, pasea como enjaulado por la casa, monta a caballo hasta Recoleta y vuelve sin más nubes en la mirada. Eliza, su compañera, sentada a sus pies, lo ve metamorfosearse en león nuevamente. Le escribe a Rosas y le ofrece sus servicios; corre el año 1841: Brown acusa 64 años en la enredadera de arrugas que cubre su rostro.
Francia e Inglaterra no respetan tratados y navegan sin permiso los ríos interiores; será misión de Brown aclarar los tantos con ellos. Todo está teñido por un tema de colores: Brown usa su viejo uniforme aunque muchos otros visten uniforme rojo punzó. Se niega a discutir si Rosas es un tirano o no, enfrenta incluso al Gobierno oriental que le presenta un petitorio que reúne las firmas de sus hijos Guillermo Brown casado con una uruguaya, y Martina Brown que vive en Montevideo. Brown no quiere entrar en discusiones políticas, no entra en las componendas rosistas: no deja que pinten de rojo los mástiles, no permite en el barco gritar las vivas y mueras. Rosas responde a los reclamos diciendo que Brown está loco pero es leal. Brown no hace más que cultivar afectos. Incluso el marino italiano Giusseppe Garibaldi bajo la bandera uruguaya tuvo el placer de pelear con Brown y ganarse su aprecio y respeto.
Pero las guerras están demasiado teñidas de política y egoísmos y Guillermo Brown es embargado nuevamente por sus espíritus malignos. Está hosco y delira, devuelve los platos de la comida temiendo venenos y pide solo a personas de confianza que asen carne y le den vino. Por la noche se levanta desorbitado y grita: ¡si quieren matarme, peleen, pero no así, perversos! Apoya el oído en las paredes y corre a puñetazos a gigantes transparentes que le gritan ¡renegado!, ¡vendido! por el camarote y por cubierta. Sus hombres se apartan del camino y desvían la vista; saben del combate en la cabeza del héroe.
En 1847 con 70 años el irlandés vuelve a pisar su patria. Solo había estado en Inglaterra en 1810 y 1817 y no tuvo ánimo para visitarla. Se encontrará con un hermano que hace más de medio siglo que no ve y que nunca salió de Irlanda. Cuando en 1856 su hijo Eduardo muere en la quinta de la Casa Amarilla, el cuerpo del almirante, todo su espíritu se dobla como una lanza al calor. Martina y Guillermo, los hijos que le quedan y su Elizabeth permanecen a su lado. En los aguaribayes a los que dan sus ventanas se ven tordos y jilgueros y cuando se abren las puertas del cuarto del marino entra una oleada de brisa con olor a polen de la pampa. Cuando llueve el río crece y acaricia los pies de la casona y el olor le hace sentir como que está en alta mar.
Desde los barcos que navegan los bajeles por el ancho río, con un catalejo, desde algún mástil, los hombres de mar ponen la mirada sobre el amarillo promontorio que sobresale en tierra donde agoniza el santo de las aguas. El féretro parte de Casa Amarilla y los cañones de la escuadra lo despiden a lo lejos. La batalla entre la Confederación y Buenos Aires se detiene para unirse en respeto a la figura del héroe. No escribió testamento y su fortuna que nunca fue importante, quedó reducida a la quinta del bañado del río y las seis leguas que le donó la legislatura de Buenos Aires. A menos de un año de su muerte, su mujer cedía las seis leguas para cancelar deudas y sin alcanzarle, además entrega el catalejo, los lentes y otros objetos personales. Ni siquiera les alcanza para costear la columna que señala el lugar donde reposa y Elizabeth debe vender parte de la quinta. Décadas más tarde se lotea todo el solar y mazas y picos infames derriban la Casa Amarilla que hoy se alza victoriosa como Brown a contemplar la inmensidad de los canales que la miran desde el Riachuelo.